Lucía Vargas, joven autora de procedencia argentina, en noviembre de 2015 efectúa un viaje por diversos lugares de Latinoamérica como "mochilera", y en octubre de 2016 publica un diario (y poemario) de su travesía en Bogotá, Colombia. A su vital y enriquecedora experiencia cristalizada la titula Todo el tiempo nuevo.
La perspectiva del breve libro sobresale en la medida en que aboga por un tono personal de evidente sensibilidad y vuelo poético, que desea compartirnos una compleja búsqueda interior generada por los encuentros y desencuentros de la autora con el mundo y la gente que sale al paso, y no se limita a una descripción desabrida, periodística o que simplemente, hay que decirlo, se ufane de los lugares visitados. Se sabe que en nuestra época el ejercicio del viaje y el turismo, como casi todo lo que existe, han degenerado en un trivial e incontrolable consumo snob, y por ello es pasmosamente ínfima la cantidad de personas que se hallan en capacidad de comprender las implicaciones y los desafíos de llegar y habitar un entorno desconocido, y de trasmitirlos con interés e inteligencia. Antes bien, la voz del libro de Lucía manifiesta una constante interrogación consigo misma en contrapunto con los nuevos contextos, honestamente y con el corazón en la mano, en la que se ponen en entredicho dinámicas de diversa índole (afectivas, familiares, vivenciales, morales, memorísticas), y son capaces de expresarse en un lenguaje claro, limpio, meditado, a través de bellos pasajes que a menudo cobran gran altura poética y hondura existencial.
Lucía Vargas nació en Capital Federal (Buenos Aires, Argentina), pero se crió en Santa Cruz, tierra patagónica. Es licenciada y profesora en Letras por la Universidad del Salvador. Actualmente, reside en Buenos Aires y trabaja como docente dictando talleres de literatura presenciales y a distancia. Su próximo paso será viajar por Centroamérica, regresando a Colombia en diciembre de 2017, para avanzar en 2018 y llegar hasta México. A continuación presentamos un fragmento del libro, cedido amablemente por la autora. Esta es la fanpage del libro en Facebook: (https://www.facebook.com/Todo-el-tiempo-nuevo-130740564191633/)
Todo el tiempo nuevo
(Fragmentos)
Lucía Vargas
31 de enero de 2016| 11:03 hora local. La Paz, Bolivia
En el hostel que paré la semana pasada, tuve la oportunidad de conocer a Starling. Sí, su nombre real es ese y no fue producto de la decisión de sus padres sino de un notario que registró lo que creyó escuchar (según lo que dice ella que le contó su mamá).
Como a los padres les resultó agradable, lo aceptaron, y es hasta el día de hoy que no recuerdan cuál era el nombre original con el que querían registrar a su hija. –Pero mis amigos me dicen Beba- afirma con una sonrisa.
Beba estudia turismo y está haciendo sus pasantías en el hostel Ananay, siempre está atenta al huésped que se muestra con ganas de conversar, como yo, esa tarde que volví de las ruinas de Tiwanaku.
Después de haber escuchado leyendas y mitos por parte del guía, decidí comentárselas como para, de alguna forma, corroborar si eran cuentos para turistas o verdaderos saberes populares. Resultó que no sólo era ineludiblemente cierto sino que era indiscutible. Con razones más que poderosas, Beba me lo confirmó relatándome una historia transmitida por su padre: Un día los vecinos habían encontrado algo escarbando la tierra y decidieron llamarlo. Ese algo era un tapado. Los tapados son tesoros de épocas indígenas antiquísimas que fueron enterrados desde hace muchos años. Además, Beba me aclaró que habían llamado a su papá por su carácter fuerte y referente de autoridad, porque no cualquier persona puede desenterrar un tapado.
- Porque es dinero del tío- dijo seria, refiriéndose al demonio.
El padre llegó y los muchachos más jóvenes empezaron a escarbar. En el momento en que la pala de uno de ellos tocó la caja que todos llegaron a ver, el joven se desvaneció y tuvieron que sacarlo de urgencia. La tradición dice que si el que intenta sacarlo es alguien débil o de poco carácter, el tío se lo lleva. Luego de socorrerlo, siguieron escarbando dos, tres metros, pero no encontraron nada. Beba me dice que eso suele pasar, si es que uno no se adueña de lo encontrado tirando un sombrero o una prenda ni bien se ve el tapado:
-Cuando lo haces, estás reclamándolo como tuyo y el tío ya no puede llevárselo.
El joven estuvo un par de días convaleciente, pero se recuperó. El tapado nunca más apareció.
Junto al hostel, esa misma tarde, conversé con Álvaro, sentados en la puerta de su galería. Estaba contándole sobre esos fetos de llama que vi disecados en el mercado de las brujas. Le pregunté para qué servían y fue la puerta para una de las historias más fuertes que escuché hasta ahora.
Acá en Bolivia, la pachamama es muy respetada y honrada. Cada primer viernes del mes se colocan ofrendas en una mesa que oficia de altar en cada casa creyente. Hay desde estatuillas de animales, hasta confites y réplicas de billetes. Lo que se ofrece se ha comprado por el dueño de casa y debe ser sahumado y bendecido. Si no, tiene que ser regalado por alguien que te desee el bien, la buena fortuna, el dinero, el trabajo, la salud, el amor, y lo represente en una alasita (reproducción miniatura del símbolo, entiéndase: billetes, animales de porcelana, botellitas, confites). Es importante saber que cada gran paso en la vida de uno o de todos los miembros de una familia, debe ser acompañado de un rezo y una ofrenda para la protección. Se busca la aprobación de la madre tierra, su consentimiento es la clave de un buen porvenir. Es entonces que la construcción de una casa debe ser respetada desde los cimientos.
-Se hace un hueco en la tierra y se crema el feto- Álvaro lo dice en un tono neutro, casi como si fuera algo natural. Pero el tono de su voz cambia ni bien continúa su relato.
-Eso en las casas de familia, pero dicen que aquí, en la ciudad, al tener los cimientos listos para un edificio, se entierran personas vivas.
Se me puso la piel de gallina. Insistí.
-¿Cómo personas vivas?- Necesitaba saber más.
-Aquí en La Paz existe mucha pobreza, mucho indigente. Y existe un lugar que ellos conocen en donde pueden acercarse a recibir comida y agua, mezclada con alcohol. Todo se ofrece a través de un hueco en la pared. Se da todo lo que se pide, hasta que la persona deja de pedir. Ellos saben que van a morir. Es un lugar para eso. Cuando se construye un edificio, se reúnen indigentes que acepten comer y beber en los cimientos, hasta que la borrachera los duerme y son enterrados vivos.
Tardé un rato en poder decir algo. Pensé en todo lo que había escuchado en el museo. La tradición de los sacrificios humanos siempre ha sido así: personas que eran elegidas, que eran sometidas a beber y a inhalar rapé hasta quedar en un estado de sueño o coma alcohólico, para ser enterradas y sacrificadas. Todo era visto como algo necesario, como parte de un ciclo fundamental que daba sentido a las cosechas y así, a la vida de toda la comunidad.
Entonces, ¿Cuánto es el tiempo físico que pasó desde aquellas momias que vi en el museo y estas personas indigentes fallecidas en construcciones?, ¿Cuánto puede modificarse o no una cultura desde sus primeras tradiciones? ¿Cuál es el límite entre el derecho y el deber?
-Claro que es un mito urbano, no se sabe si es verdad en realidad- dice Álvaro, como intentando volver al siglo XXI desde un salto en su discurso. Pero algo en sus ojos me dice que, en el fondo, no duda de estas cosas.
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